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jueves, 13 de marzo de 2014

UN AÑO DE PAPADO

Quienes conocemos a Francisco desde hace años, repetimos una y otra vez que en realidad no cambió, que antes nadie le prestaba atención y ahora lo ven. Pero a medida que avanza su reinado es evidente que se trata de una verdad a medias.

El Papa que conmueve a multitudes y alcanzó niveles de popularidad inéditos en tiempo récord, sufrió una metamorfosis innegable que, para más datos, puede leerse desde distintas perspectivas. “Pasó años ensayando un papel que ahora despliega sin pudor”, me comentó un obispo que lo quiere poco.

“Es obra del Espíritu Santo”, aseguran otros religiosos que notan en su cambio la mano de Dios. El arzobispo de Buenos Aires que lo sucedió, Mario Poli, dice que cuando lo cargan diciéndole que acá lo conocían solo con una cara adusta y ahora es pura sonrisa, él responde que “es la alegría del Espíritu”.
Claro que fuera de los claustros también podría incluirse la dimensión psicológica: ¿Puede un ser humano atravesar semejante proceso sin sufrir transformación alguna? Y la filosófica: ¿Qué pasa por la cabeza y el corazón de alguien que es la representación de Dios en la tierra? Y al fin: ¿Cuánto del típico chanta argentino hay en este nuevo posicionamiento?.
Desde acortar su distancia con los periodistas hablándoles en los viajes o dándole una entrevista muy íntima al Corriere della Sera, hasta el hecho de realizar actos que, sabe bien, tendrán repercusión universal como usar un Renault 4, donar una moto Harley a Cáritas o abrir al público la residencia veraniega de Castel Gandolfo señalando que no la usará con el fin de veranear, el Santo Padre está haciendo cosas que difieren de su comportamiento en Argentina.
Claro que hay una en especial que sobresale entre todas: se lo ve muy contento, disfrutando lo que todos pensábamos sería una carga enorme para un hombre de 78 años que, suponíamos, encontraría un ejército de enemigos dispuesto a inmovilizarlo.

Ese disfrute sí estaba ausente en su país, donde vivía atormentado por los corrillos, las zancadillas políticas que le hacían desde el Vaticano y los desprecios que sufría en la Nunciatura, que privilegiaba relaciones con monseñor Héctor Aguer y Oscar Sarlinga, a quienes Francisco, ya coronado, se ocupó de recordarle esos viejos malos tiempos 

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