Quienes conocemos a Francisco desde hace años, repetimos una
y otra vez que en realidad no cambió, que antes nadie le prestaba atención y
ahora lo ven. Pero a medida que avanza su reinado es evidente que se trata de
una verdad a medias.
El Papa que conmueve a multitudes y alcanzó niveles de
popularidad inéditos en tiempo récord, sufrió una metamorfosis innegable que,
para más datos, puede leerse desde distintas perspectivas. “Pasó años ensayando
un papel que ahora despliega sin pudor”, me comentó un obispo que lo quiere
poco.
“Es obra del Espíritu Santo”, aseguran otros religiosos que
notan en su cambio la mano de Dios. El arzobispo de Buenos Aires que lo
sucedió, Mario Poli, dice que cuando lo cargan diciéndole que acá lo conocían
solo con una cara adusta y ahora es pura sonrisa, él responde que “es la
alegría del Espíritu”.
Claro que fuera de los claustros también podría incluirse la
dimensión psicológica: ¿Puede un ser humano atravesar semejante proceso sin
sufrir transformación alguna? Y la filosófica: ¿Qué pasa por la cabeza y el
corazón de alguien que es la representación de Dios en la tierra? Y al fin:
¿Cuánto del típico chanta argentino hay en este nuevo posicionamiento?.
Desde acortar su distancia con los periodistas hablándoles
en los viajes o dándole una entrevista muy íntima al Corriere della Sera, hasta
el hecho de realizar actos que, sabe bien, tendrán repercusión universal como
usar un Renault 4, donar una moto Harley a Cáritas o abrir al público la
residencia veraniega de Castel Gandolfo señalando que no la usará con el fin de
veranear, el Santo Padre está haciendo cosas que difieren de su comportamiento
en Argentina.
Claro que hay una en especial que sobresale entre todas: se
lo ve muy contento, disfrutando lo que todos pensábamos sería una carga enorme
para un hombre de 78 años que, suponíamos, encontraría un ejército de enemigos
dispuesto a inmovilizarlo.
Ese disfrute sí estaba ausente en su país, donde vivía
atormentado por los corrillos, las zancadillas políticas que le hacían desde el
Vaticano y los desprecios que sufría en la Nunciatura, que privilegiaba
relaciones con monseñor Héctor Aguer y Oscar Sarlinga, a quienes Francisco, ya
coronado, se ocupó de recordarle esos viejos malos tiempos
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